Los enemigos silenciosos del matrimonio
07/05/2024De regreso a la feminidad bíblica
07/05/2024La respuesta a esta pregunta crucial tiene estrecha vinculación con el grado de obediencia a los designios de Su palabra que estemos dispuestos a manifestar como hijos de Dios –como maridos y esposas–. Es decir, cuanto más acatamos los mandamientos de la Palabra, más fácil y llevadero es el matrimonio. En contraparte, cuánto menos uno decide subordinarse a Dios, más gravosa y ardua se vuelve la relación conyugal.
En la carta a los Efesios, el apóstol Pablo da claras instrucciones tanto a la esposa como al marido. Como preámbulo nos instruye a someternos los unos a los otros en el temor de Dios. Esto nos muestra que es un requisito fundamental abrazar la noción de que: en el matrimonio no existe una superioridad de uno u otro cónyuge, sino, tanto el hombre como la mujer deben someterse mutuamente.
Luego sí claramente enseña a las casadas a que estén sujetas a sus maridos, estableciendo según el diseño de Dios, que el hombre es cabeza de la mujer. Muchos hombres malinterpretan esto, lo ven como una licencia para imponer autoridad (o autoritarismo) que no proviene de Dios, sino de sus propias emociones o deseos. Sin embargo, a renglón seguido la Palabra ordena a los maridos que amen a sus esposas “…así como Cristo amó a la iglesia, y se entregó a si mismo por ella” (Efe. 5:25).
¿Qué nos quiere decir el Señor?
Dios nos manda a renunciar a nosotros mismos, a nuestras inclinaciones egoístas, a nuestro afán de pretender ser el centro de la relación a favor de un vínculo conyugal sano, incondicional, de afecto y priorizando las necesidades del otro antes que las mías.
¿Cómo conseguimos esto?
Muriendo a mi “yo” en favor de la persona con quien Dios me unió
Y este paso no es fácil. Es difícil decirle que no a mi propio ser: a los horarios que a mí me gustan, a las prácticas que sólo a mi me entretienen y a los gustos que son netamente “míos”. Pero cuando damos ese paso de obediencia, cuando nos arropamos del espíritu de la palabra de Dios e implementamos por fe sus mandamientos en nuestra vida marital, vemos claramente los beneficios.
El desorden en las relaciones matrimoniales generalmente por la terquedad y la soberbia, por no querer ceder o siquiera negociar para que reine la paz y gobierne el verdadero amor de Dios. De hecho que el amor que viene de Dios –amor no fingido – parte desde la renuncia y la humildad. Jesucristo siendo Dios dejó todo: el cielo, su trono, su dominio, su eternidad para venir a rescatarnos de nuestra condenación.
Jesús define la esencia del verdadero amor
Sacrificarse a uno mismo en beneficio de a quien se ama entrañablemente.
Marido: si Jesús hizo eso por ti, usted debe estar dispuesto a hacerlo por su esposa.
Dios hace un paralelismo de nuestra relación conyugal humana, con la de Él con su iglesia. Cristo murió para dar vida a una iglesia, una esposa sin mancha ni arruga. Usted marido, tiene en su ADN espiritual el poder de dar vida también a su cónyuge muriendo a favor de ella cuántas veces sean necesarias. ¿Difícil? ¡Claro que sí!
¿Intentar conseguirlo por nuestras fuerzas? ¡Imposible! Tomémonos pues, de la mano poderosa de Dios para amar a nuestras esposas como lo exige Su palabra. Mientras transcurre el tiempo y en la medida de tu fe y obediencia, se volverá mucho más fácil lograrlo. Digamos hoy: “Todo lo puedo en Cristo que me fortalece” (Fil. 4:13).